Cuando volví a ver con
mis ojos mortales la faz amarilla y desencajada de Concha, cuando
volví a tocar con mis manos febriles sus manos yertas, el terror que
sentí fue tanto, que comencé a rezar, y de nuevo me acudió la
tentación de huir por aquella ventana abierta sobre el jardín
misterioso y oscuro. El aire silencioso de la noche hacía flamear
los cortinajes y estremecía mis cabellos. En el cielo lívido
empezaban a palidecer las estrellas, y en el candelabro de plata el
viento había ido apagando las luces, y quedaba una sola. Los viejos
cipreses, que se erguían al pie de la ventana, inclinaban lentamente
sus cimas mustias, y la luna pasaba entre ellos fugitiva y blanca
como un alma en pena. El canto lejano de un gallo se levantó en
medio del silencio anunciando el amanecer. Yo me estremecí, y miré
con horror el cuerpo Inanimado de Concha tendido en mi lecho.
Después, súbitamente recobrado, encendí todas las luces del
candelabro y le coloqué en la puerta para que me alumbrase el
corredor. Volví, y mis brazos estrecharon con pavura el pálido
fantasma que había dormido en ellos tantas veces. Salí con aquella
fúnebre carga. (...)Un instante permanecí inmóvil, con el oído
atento. Sólo se oía el ulular del agua en la fuente del laberinto.
Para llegar hasta la alcoba de Concha era forzoso dar vuelta a todo
el palacio (...) No vacilé. Uno tras otro recorrí grandes salones y
corredores tenebrosos. Llegué hasta su alcoba, que estaba abierta.
Allí la oscuridad era misteriosa, perfumada y tibia, como si
guardase el secreto galante de nuestras citas. ¡Qué trágico
secreto debía guardar entonces! Cauteloso y prudente dejé el cuerpo
de Concha tendido en su lecho y me alejé sin ruido. En la puerta
quedé irresoluto y suspirante. Dudaba sí volver atrás para poner
en aquellos labios helados el beso postrero: resistí la tentación.
Fue como el escrúpulo de un místico. Temí que hubiese algo de
sacrílego en aquella melancolía que entonces me embargaba. La tibia
fragancia de su alcoba encendía en mí, como una tortura, la
voluptuosa memoria de los sentidos.
Sonata de otoño, Valle-Inclán
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