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Por
entonces había leído Augusto un ensayo mío en que, aunque de
pasada, hablaba del suicidio, y tal impresión pareció hacerle, así
como otras cosas que de mí había leído, que no quiso dejar este
mundo sin haberme conocido y platicado un rato conmigo. Emprendió,
pues, un viaje acá, a Salamanca, donde hace más de veinte años
vivo, para visitarme. (...)
––¡Parece
mentira! ––repetía––, ¡parece mentira! (...) No sé si
estoy despierto o soñando...
––Ni
despierto ni soñando ––le contesté.
––No
me lo explico... no me lo explico ––añadió––; mas puesto
que usted parece saber sobre mí tanto como sé yo mismo, acaso
adivine mi propósito...
––Sí
––le dije––, tú ––y recalqué este tú con un tono
autoritario––, tú, abrumado por tus desgracias, has concebido la
diabólica idea de suicidarte, y antes de hacerlo, movido por algo
que has leído en uno de mis últimos ensayos, vienes a
consultármelo.
El
pobre hombre temblaba (...). Intentó levantarse, acaso para huir de
mí; no podía. No disponía de sus fuerzas.
––¡No,
no te muevas! ––le ordené.
––Es
que... es que... ––balbuceó.
––Es
que tú no puedes suicidarte, aunque lo quieras.
––¿Cómo?
––exclamó al verse de tal modo negado y contradicho.
––Sí.
Para que uno se pueda matar a sí mismo, ¿qué es menester? ––le
pregunté.
––Que
tenga valor para hacerlo ––me contestó.
––No
––le dije––, ¡que esté vivo!
––¡Desde
luego!
––¡Y
tú no estás vivo!
––¿Cómo
que no estoy vivo?, ¿es que me he muerto? ––y empezó, sin darse
clara cuenta de lo que hacía, a palparse a sí mismo.
––¡No,
hombre, no! ––le repliqué––. Te dije antes que no estabas ni
despierto ni dormido, y ahora te digo que no estás ni muerto ni
vivo.
––¡Acabe
usted de explicarse (...)!
––Pues
bien; la verdad es, querido Augusto ––le dije con la más dulce
de mis voces––, que no puedes matarte porque no estás vivo, y
que no estás vivo, ni tampoco muerto, porque no existes...
––¿Cómo
que no existo? ––––exclamó.
––No,
no existes más que como ente de ficción; no eres, pobre Augusto,
más que un producto de mi fantasía y de las de aquellos de mis
lectores que lean el relato que de tus fingidas venturas y
malandanzas he escrito yo; tú no eres más que un personaje de
novela, o de nivola (...) Ya sabes, pues, tu secreto.
Al
oír esto quedóse el pobre hombre mirándome un rato con una de esas
miradas perforadoras que parecen atravesar la mira a ir más allá,
miró luego un momento a mi retrato al óleo que preside a mis
libros, le volvió el color y el aliento, fue recobrándose (...) y
mirándome (...), me dijo lentamente:
––Mire
usted bien, don Miguel... no sea que esté usted equivocado y que
ocurra precisamente todo lo contrario de lo que usted se cree y me
dice.
––Y
¿qué es lo contrario? ––le pregunté alarmado de verle recobrar
vida propia.
––No
sea, mi querido don Miguel ––añadió––, que sea usted y no
yo el ente de ficción, el que no existe en realidad, ni vivo, ni
muerto... No sea que usted no pase de ser un pretexto para que mi
historia llegue al mundo...
––¡Eso
más faltaba! ––exclamé algo molesto.
––No
se exalte usted así, señor de Unamuno ––me replicó––,
tenga calma. (...) ¿no ha sido usted el que no una sino varias veces
ha dicho que don Quijote y Sancho son no ya tan reales, sino más
reales que Cervantes?
––No
puedo negarlo, pero mi sentido al decir eso era...
––Bueno,
dejémonos de esos sentires (...) Fíjese, además, en que al admitir
esta discusión conmigo me reconoce ya existencia independiente de
sí.
––¡No,
eso no!, ¡eso no! ––le dije vivamente––. Yo necesito
discutir, sin discusión no vivo y sin contradicción, y cuando no
hay fuera de mí quien me discuta y contradiga invento dentro de mí
quien lo haga. Mis monólogos son diálogos. (...) Te digo y repito
que tú no existes fuera de mí...
––Y
yo vuelvo a insinuarle a usted la idea de que es usted el que no
existe fuera de mí y de los demás personajes a quienes usted cree
haber inventado. (...)
––Opino
que como tú no existes más que en mi fantasía, te lo repito, y
como no debes ni puedes hacer sino lo que a mí me dé la gana, y
como no me da la real gana de que te suicides, no te suicidarás.
(...)
––Eso
de no me da la real gana, señor de Unamuno, es muy español, pero es
muy feo. (...)
Empezaba
yo a estar inquieto con estas salidas de Augusto, y a perder mi
paciencia.
––¡Bueno,
basta!, ¡basta! ––exclamé dando un puñetazo en la camilla––
¡cállate!, ¡no quiero oír más impertinencias...! ¡Y de una
criatura mía! Y como ya me tienes harto y además no sé ya qué
hacer de ti, decido ahora mismo no ya que no te suicides, sino
matarte yo. ¡Vas a morir, pues, pero pronto! ¡Muy pronto!
––¿Cómo?
––exclamó Augusto sobresaltado––, ¿que me va usted a dejar
morir, a hacerme morir, a matarme?
––¡Sí,
voy a hacer que mueras!
––¡Ah,
eso nunca!, ¡nunca!, ¡nunca! ––gritó.
––¡Ah!
––le dije mirándole con lástima y rabia––. ¿Conque estabas
dispuesto a matarte y no quieres que yo te mate? (...) Si tuvieses
valor para matar a Eugenia o a Mauricio o a los dos no pensarías en
matarte a ti mismo, ¿eh?
––¡Mire
usted, precisamente a esos... no!
––¿A
quién, pues?
––¡A
usted! ––y me miró a los ojos.
––¿Cómo?
––exclamé poniéndome en pie––, ¿cómo? Pero ¿se te ha
pasado por la imaginación matarme?, ¿tú?, ¿y a mí?
––Siéntese
y tenga calma. ¿O es que cree usted, amigo don Miguel, que sería el
primer caso en que un ente de ficción, como usted me llama, matara a
aquel a quien creyó darle ser... ficticio?
––¡Esto
ya es demasiado ––decía yo paseándome por mi despacho––,
esto pasa de la raya! Esto no sucede más que...
––Más
que en las nivolas ––concluyó él con sorna.
––¡Bueno,
basta!, ¡basta!, ¡basta! ¡Esto no se puede tolerar! ¡Vienes a
consultarme, a mí, y tú empiezas por discutirme mi propia
existencia, después el derecho que tengo a hacer de ti lo que me dé
la real gana, sí, así como suena, lo que me dé la real gana, lo
que me salga de...
––No
sea usted tan español, don Miguel...
––¡Y
eso más, mentecato! ¡Pues sí, soy español, español de
nacimiento, de educación, de cuerpo, de espíritu, de lengua y hasta
de profesión y oficio; español sobre todo y ante todo, y el
españolismo es mi religión, y el cielo en que quiero creer es una
España celestial y eterna y mi Dios un Dios español, el de nuestro
señor don Quijote (...) ¿Matarme?, ¿a mí?, ¿tú? ¡Morir yo a
manos de una de mis criaturas! No tolero más. (...) Resuelvo y
fallo que te mueras. En cuanto llegues a tu casa te morirás. ¡Te
morirás, te lo digo, te morirás!
––Pero
¡por Dios!... ––exclamó Augusto, ya suplicante y de miedo
tembloroso y pálido.
––No
hay Dios que valga. ¡Te morirás!
––Es
que yo quiero vivir, don Miguel, quiero vivir, quiero vivir...
––¿No
pensabas matarte?
––¡Oh,
si es por eso, yo le juro, señor de Unamuno, que no me mataré, que
no me quitaré esta vida que Dios o usted me han dado; se lo juro...
Ahora que usted quiere matarme quiero yo vivir, vivir, vivir...
––¡Vaya
una vida! ––exclamé.
––Sí,
la que sea. Quiero vivir, aunque vuelva a ser burlado, aunque otra
Eugenia y otro Mauricio me desgarren el corazón. Quiero vivir,
vivir, vivir...
––No
puede ser ya... no puede ser...
––Quiero
vivir, vivir... y ser yo, yo, yo...
––Pero
si tú no eres sino lo que yo quiera...
––¡Quiero
ser yo, ser yo!, ¡quiero vivir! ––y le lloraba la voz.
––No
puede ser... no puede ser...
––Mire
usted, don Miguel, por sus hijos, por su mujer, por lo que más
quiera... Mire que usted no será usted... que se morirá.
Cayó
a mis pies de hinojos, suplicante y exclamando:
––¡Don
Miguel, por Dios, quiero vivir, quiero ser yo!
––¡No
puede ser, pobre Augusto ––le dije cogiéndole una mano y
levantándole––, no puede ser! Lo tengo ya escrito y es
irrevocable; no puedes vivir más. No sé qué hacer ya de ti. Dios,
cuando no sabe qué hacer de nosotros, nos mata. Y no se me olvida
que pasó por tu mente la idea de matarme...(...)
––Pero
si yo, don Miguel...
––No
hay pero ni Dios que valgan. ¡Vete! (...)
––¿Conque
no, eh? ––me dijo––, ¿conque no? No quiere usted dejarme ser
yo, salir de la niebla, vivir, vivir, vivir, verme, oírme, tocarme,
sentirme, dolerme, serme: ¿conque no lo quiere?, ¿conque he de
morir ente de ficción? Pues bien, mi señor creador don Miguel,
¡también usted se morirá, también usted, y se volverá a la nada
de que salió...! ¡Dios dejará de soñarle! ¡Se morirá usted, sí,
se morirá, aunque no lo quiera; se morirá usted y se morirán todos
los que lean mi historia, todos, todos, todos sin quedar uno! ¡Entes
de ficción como yo; lo mismo que yo! Se morirán todos, todos,
todos. Os lo digo yo, Augusto Pérez, ente ficticio como vosotros,
nivolesco lo mismo que vosotros. Porque usted, mi creador, mi don
Miguel, no es usted más que otro ente nivolesco, y entes nivolescos
sus lectores, lo mismo que yo, que Augusto Pérez, que su víctima...
––¿Víctima?
––exclamé.
––¡Víctima,
sí! ¡Crearme para dejarme morir!, ¡usted también se morirá! El
que crea se crea y el que se crea se muere. ¡Morirá usted, don
Miguel, morirá usted, y morirán todos los que me piensen! ¡A
morir, pues!
Este
supremo esfuerzo de pasión de vida, de ansia de inmortalidad, le
dejó extenuado al pobre Augusto.
Y
le empujé a la puerta, por la que salió cabizbajo. Luego se tanteó
como si dudase ya de su propia existencia. Yo me enjugué una lágrima
furtiva.
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